Comprender el Dolor Crónico (parte 1): Una nueva narrativa neurobiológica y funcional
Por Dra. Juliana Mendoza
¿Por qué necesitamos hablar sobre Dolor Crónico?
El dolor crónico es una de las condiciones de salud más prevalentes y malentendidas de nuestro tiempo.
Se le ha llamado una epidemia silenciosa, porque afecta aproximadamente a una de cada cinco personas en el mundo, y se reconoce hoy como una de las principales causas de discapacidad global según la Organización Mundial de la Salud y los informes del Global Burden of Disease (OMS, 2023; Vos et al., 2020).
En países como el Reino Unido o España, el dolor crónico se considera ya una crisis de salud pública, responsable de millones de días de incapacidad laboral, del uso prolongado de fármacos analgésicos y de un impacto emocional comparable al de la depresión o la ansiedad.
Un metaanálisis con más de 139.000 participantes estimó que la prevalencia global del dolor crónico en la población británica alcanza el 43,5%, y entre el 10% y el 14% corresponde a formas moderadas o severas (Fayaz et al., 2016).
De manera similar, estudios europeos y norteamericanos confirman que cerca de uno de cada cuatro adultos vive con algún tipo de dolor persistente (Mills et al., 2019).
En América Latina, las cifras no son menores. Un estudio poblacional realizado en Lima (Perú) encontró que el 41% de los adultos reportaba dolor crónico no oncológico, con predominio del dolor lumbar, musculoesquelético y de origen neuropático (García et al., 2023). De forma concordante, estudios en Chile y Colombia muestran prevalencias que oscilan entre 32% y 42% de la población adulta (Bilbeny et al., 2013; Díaz et al., 2009). En conjunto, las revisiones regionales estiman que entre una cuarta y una tercera parte de los latinoamericanos vive con dolor persistente, y menos del 30% recibe un manejo realmente integral, que aborde tanto las causas biológicas como los factores emocionales y funcionales asociados.
Y el problema comienza antes de lo que creemos. Un metaanálisis internacional reciente, que incluyó a más de 97.000 jóvenes entre 15 y 34 años de 22 países, encontró que uno de cada nueve jóvenes adultos presenta dolor crónico persistente, sin diferencias significativas entre sexos o regiones geográficas (Murray et al., 2022). En población pediátrica, una revisión sistemática publicada en Pain en 2024 mostró que entre el 11% y el 38% de los niños y adolescentes experimentan algún tipo de dolor crónico recurrente, con mayor prevalencia en niñas y en etapas de transición hacia la adolescencia (Chambers et al., 2024).
Pero más allá de las estadísticas, el impacto del dolor crónico no se limita al cuerpo.
Atraviesa la vida emocional, las relaciones, el trabajo y, muchas veces, la identidad.
Detrás de cada número hay una historia.
Y detrás de cada historia, un sistema nervioso que aprendió a protegerse… o que se desbordó intentando hacerlo.
Redefiniendo el dolor crónico: de la señal al significado. Una nueva mirada desde la neurociencia.
El dolor crónico no representa un fallo del sistema, sino la persistencia de una respuesta protectora que puede mantenerse por dos vías: por un lado, la actividad sostenida de una causa biológica —como la inflamación, la lesión o la disfunción—, y por otro, la reorganización del sistema nervioso central, que puede perpetuar la señal incluso después de que la amenaza inicial ha desaparecido.
Durante siglos, la medicina —y también la cultura— interpretaron el dolor bajo una lógica simple y casi mecánica:
“Si hay daño, hay dolor.
Si no hay daño, no debería doler.”
Esa ecuación parecía razonable, pero hoy sabemos que es incompleta. Desde esa visión lineal, la medicina se concentró en buscar y tratar el daño visible —una fractura, una inflamación, una lesión estructural— como la única causa posible del dolor. Y, sin embargo, miles de personas seguían sufriendo, incluso cuando sus tejidos habían sanado o sus imágenes diagnósticas se mostraban normales.
Ese aparente misterio llevó a la ciencia a mirar más allá del cuerpo y a descubrir algo mucho más profundo:
el dolor no siempre refleja daño físico, sino la manera en que el sistema nervioso aprendió a protegerse.
Y aquí surge el primer concepto fundamental de este artículo:
El dolor no viaja desde el cuerpo hacia el cerebro: sale de él.
Durante mucho tiempo creímos que el dolor “entraba” del cuerpo al cerebro, como si existiera un cable que transmitiera la sensación desde la piel o el músculo hasta la mente. Hoy sabemos que ocurre lo contrario: el cerebro genera el dolor como una señal de salida (output) cuando interpreta que algo —físico, químico o emocional— podría representar una amenaza.
Los nervios periféricos no transmiten dolor, sino información sensorial. Sus terminaciones, llamadas nociceptores, detectan cambios en el entorno corporal —presión, temperatura extrema, daño tisular potencial, inflamación o desequilibrios químicos— y envían esas señales al sistema nervioso central. Pero esa señal, por sí sola, no es dolor. En otras palabras, el dolor no está localizado en los tejidos, sino en la lectura que el cerebro hace de las señales corporales.
El dolor surge cuando el cerebro interpreta esa información como una posible amenaza. La neurociencia contemporánea ha demostrado que el dolor no es una señal pasiva que viaja desde el cuerpo hacia el cerebro, sino una experiencia multisensorial y emocional construida activamente por redes neuronales que interpretan la información sensorial y le otorgan significado, moldeada por la interacción entre sensaciones, memoria, emoción y contexto (Apkarian et al., 2011; Tracey & Mantyh, 2007).
El cerebro, más que un receptor pasivo de señales, es un órgano predictivo: evalúa continuamente el entorno y decide qué nivel de protección activar. El cerebro no solo siente: interpreta, anticipa y protege, incluso cuando ya no hay daño activo (Apkarian et al., 2011).
Su pregunta fundamental es siempre la misma:
“¿Estoy a salvo o en riesgo?”
Para responderla, integra miles de variables en cada instante: el estado emocional, el nivel de estrés, los recuerdos previos de dolor o enfermedad, las creencias aprendidas (“esto me va a volver a pasar”), las expectativas y el contexto en el que ocurre la experiencia.
Si la suma de esas señales sugiere peligro, el cerebro enciende la alarma del dolor para protegerte, aun cuando el tejido esté sano.
En el cerebro, el dolor no se genera en un solo lugar, sino en una red de regiones —la ínsula, el cíngulo anterior, la amígdala y la corteza prefrontal— que integran sensación, emoción, memoria y contexto (Lu et al., 2016; Apkarian et al., 2011). Esta red, conocida como la matriz del dolor, evalúa continuamente la relevancia emocional de cada estímulo y decide si es necesario activar una respuesta de protección.
En el dolor crónico, esta red se hiperconecta y se desregula: las áreas asociadas a la amenaza se sobreactivan, mientras que las que modulan y frenan la respuesta se debilitan (Apkarian et al., 2011; Lu et al., 2016).
El resultado es un sistema nervioso hipersensible, que interpreta como peligro incluso señales neutras o cotidianas.
Por eso, el dolor crónico puede entenderse como el reflejo de un sistema que aprendió a mantenerse en modo alerta, aun cuando la amenaza ya no está presente.
Sin embargo —y aquí es importante hacer énfasis—, no todo dolor crónico se cronifica por una alteración del sistema nervioso.
Este mecanismo aplica principalmente a un tipo de dolor conocido como dolor nociplástico o dolor de sensibilización central, donde las redes cerebrales mantienen la señal activa aun en ausencia de daño estructural o inflamación.
Pero en muchos otros casos —y quizás en la mayoría— el dolor persiste porque las causas subyacentes no han sido resueltas.
Existen procesos biológicos, mecánicos y emocionales que siguen enviando señales genuinas de amenaza al sistema nervioso: inflamación persistente, sarcopenia, alteraciones metabólicas, infecciones subclínicas, disfunciones biomecánicas o factores emocionales no corregidos.
Mientras esas causas permanezcan activas, el cerebro no está inventando el dolor, sino respondiendo a estímulos reales que indican que algo en el cuerpo aún requiere atención.
Por eso, el dolor debe entenderse como un síntoma, no como una causa.
Es una señal de que el cuerpo —o el sistema nervioso— está pidiendo regulación, equilibrio o reparación.
El dolor es, en el fondo, una expresión de la biología del cuidado, un lenguaje del cuerpo que busca mantenerte a salvo.
Pero, como todo lenguaje, puede volverse disfuncional si se repite sin motivo o si permanece encendido cuando el entorno ya es seguro.
Cuando lo tratamos solo como un enemigo a silenciar, perdemos la oportunidad de escuchar lo que intenta comunicar. El reto clínico —y también humano— está en discernir cuándo el dolor es un mensaje útil y cuándo se ha convertido en una alarma desfasada. En ambos escenarios, el objetivo no es apagarlo a la fuerza, sino restablecer la confianza entre el cuerpo y el cerebro, para que el sistema sepa cuándo puede volver a descansar.
Y es desde esta nueva mirada —más humana, más precisa y más integradora— desde donde podemos empezar a comprenderlo… y transformarlo.
Los lenguajes sutiles del dolor.
El contexto en el que ocurre la señal
El cerebro evalúa cada sensación según el contexto en el que sucede y el significado que le damos.
No es lo mismo sentir la aguja de un tatuaje en un ambiente elegido, con música, atención, confianza y foco en el resultado deseado, que recibir el mismo estímulo en un contexto médico o en una situación de amenaza o estrés.
En el primer caso, el cerebro confía en que la experiencia es segura y modula hacia abajo la percepción del dolor (libera endorfinas y neurotransmisores que amortiguan la señal); en el segundo, en cambio puede percibir peligro, sentir miedo, y de esta manera lo amplifica.
Lo mismo ocurre en situaciones cotidianas. Un niño que se raspa la rodilla mientras juega puede dejar de llorar si ve que su madre se mantiene tranquila y le dice “no pasa nada, sigamos jugando”. Pero si la madre se asusta, grita y corre hacia él, el cerebro del niño amplifica el dolor.
El principio es idéntico: el cerebro ajusta la intensidad del dolor según el nivel de seguridad o amenaza que percibe. Un cuerpo en calma tiende a regular el dolor; un cuerpo en miedo o estrés lo amplifica.
El contexto no cambia la herida, cambia la lectura del cerebro sobre ella.
Memoria de dolor: cuando el cuerpo recuerda sin necesidad de lesión
El cuerpo sana más rápido que el mapa que el cerebro dibuja de él.
El cuerpo no olvida, al menos no a voluntad. Cada experiencia de dolor deja una huella no solo en la mente, sino también en los circuitos neuronales que representan el cuerpo en el cerebro. A eso lo llamamos memoria corporal: la persistencia de patrones sensoriales y emocionales que permanecen activos incluso después de que el tejido ha sanado. Esta memoria corporal explica por qué algunos dolores persisten aun cuando los exámenes ya no muestran lesión, y por qué el movimiento o ciertas emociones pueden reactivar una sensación que parece “vieja”.
No es imaginación: es una representación cerebral desactualizada del cuerpo, un mapa que se quedó atascado en la señal de peligro. Un ejemplo extremo —y profundamente revelador— es el fenómeno del miembro fantasma.
Después de una amputación, muchas personas siguen sintiendo el miembro ausente: pueden experimentar picazón, presión o incluso dolor en una parte del cuerpo que ya no existe físicamente. Esto ocurre porque las redes corticales que representaban ese miembro permanecen activas. El cerebro mantiene vivo el mapa del cuerpo, aunque el cuerpo haya cambiado (Flor et al., 1995).
En otras palabras, el cerebro no necesita una herida presente para sentir dolor; basta con que conserve la huella de que algo dolió. Ese mismo principio explica por qué, incluso después de una lesión curada, puede persistir el dolor crónico: la memoria neuronal del dolor quedó activa, como un eco biológico de una amenaza que ya no existe.
Por ejemplo, en algunos casos de dolor lumbar crónico o dolor en cicatrices o zonas postquirúrgicas, después de que la lesión ya ha sanado, el cerebro puede conservar la representación del área que estuvo afectada como si siguiera siendo vulnerable. La ínsula y el cíngulo anterior permanecen hiperactivos, anticipando daño ante el movimiento (Makin et al., Brain, 2013). Asimismo, las áreas del cerebro que representaban esa zona pueden quedar desorganizadas, enviando señales ambiguas que el cerebro interpreta como amenaza. El movimiento, antes neutral, se asocia con peligro; cada intento de flexión o esfuerzo reactiva ese patrón aprendido. Estudios de neuroimagen muestran que los pacientes con dolor lumbar persistente presentan mayor conectividad entre la ínsula, el tálamo y la amígdala, en comparación con personas sin dolor (Baliki et al., Journal of Neuroscience, 2008). El cuerpo está bien, pero su mapa cerebral está desactualizado.
Estudios de De Ridder y Moseley demuestran que la estimulación táctil y visual consciente —mirar, tocar y masajear la zona con atención plena— puede reducir el dolor al reeducar la representación cortical (Moseley & Flor, Pain, 2012). Lo mismo sucede tras lesiones nerviosas o cirugías ortopédicas, donde el tejido ya está sano, pero el cerebro conserva el patrón de amenaza y anticipa daño ante el movimiento.
En todos estos escenarios, el mensaje es el mismo: el cuerpo está bien, pero su mapa cerebral está desactualizado. En estos casos no hay que tratar la zona, sino enseñarle al cerebro que ya sanó.
La experiencia aprendida y culturalmente modelada
El dolor no solo se siente; también se entrena socialmente.
Aunque el dolor tiene una base biológica universal —la nocicepción y la activación de redes neuronales como la ínsula, la amígdala y el cíngulo anterior—, varia según normas aprendidas de expresión emocional, creencias sobre la enfermedad y expectativas sociales. Y cada cerebro interpreta las señales de manera distinta, porque cada uno lleva su propia historia.
Desde la infancia, nuestro sistema nervioso aprende —por observación, repetición y refuerzo— cuándo, cuánto y cómo expresar el dolor. La investigación en desarrollo infantil lo confirma:
Niños cuyos cuidadores validan y ayudan a regular sus experiencias dolorosas desarrollan una mejor capacidad para modular el dolor (Valrie et al., 2008).
Aquellos criados en entornos de sobreatención o dramatización tienden a desarrollar hipervigilancia y catastrofismo (Liossi & Hatira, 2003).
Los que crecieron con negación o minimización del dolor tienen más riesgo de represión emocional y somatización (Craig, 2009).
El sistema nervioso no solo recuerda el estímulo, sino la historia afectiva asociada al dolor: el tono de voz, la presencia o la ausencia de cuidado, el miedo o la calma. Estas huellas tempranas no se olvidan: el cuerpo las conserva como una especie de “memoria emocional” que influye en cómo sentimos, nos protegemos y buscamos ayuda. (Bushnell et al., 2013; Zubieta et al., 2005; Edwards et al., 2011; Bruehl et al., 2012).
Con el tiempo, estas memorias individuales se entrelazan con las normas culturales que definen cómo se debe sentir o mostrar el dolor.
En culturas individualistas (como la norteamericana o la europea occidental), mostrar dolor suele considerarse signo de debilidad, por lo que las personas tienden a suprimir o minimizar sus respuestas (Lasch, 2000). En cambio, en culturas colectivistas o familistas (como las latinoamericanas, mediterráneas o del sur de Asia), expresar el dolor es más aceptado y se percibe como una búsqueda legítima de apoyo y conexión emocional (Zhu et al., 2020).
Estas diferencias culturales se internalizan en la corteza prefrontal y orbitofrontal —zonas encargadas de regular la emoción y la respuesta descendente del dolor—, lo que explica por qué dos personas con el mismo estímulo físico pueden experimentarlo y expresarlo de manera radicalmente distinta (Wiech et al., 2008).
Por otro lado, el dolor, además de experiencia corporal, es un acto de comunicación. Desde la perspectiva evolutiva, mostrar dolor tenía valor adaptativo, pues aumentaba la probabilidad de recibir cuidado y protección del grupo (Williams, 2002).
En la sociedad moderna, sin embargo, ese lenguaje puede ser malinterpretado o incluso penalizado, generando lo que se conoce como los “costos sociales del dolor”. Las personas aprenden a ajustar su expresión según las expectativas del entorno: si solo reciben atención al exagerar, su cerebro refuerza la sobreexpresión; si no reciben atención en absoluto, refuerzan el silencio y la hipervigilancia interna (Krahé et al., 2013).
En ambos casos, el mensaje aprendido es el mismo: “¿Cómo debo expresarme para estar a salvo?”
En síntesis, el cuerpo recuerda con sus redes, no con sus cicatrices. Cada cultura, cada familia y cada historia personal moldean la manera en que interpretamos, comunicamos y buscamos alivio al dolor. El cerebro aprende esas reglas desde la infancia y luego las ejecuta de forma automática, sin que seamos conscientes. Por eso, comprender el dolor requiere integrar biología, contexto, lenguaje, historia y cultura.
La definición revisada de la IASP (Raja et al., 2020) resume con precisión esta complejidad:
“El dolor es una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con, o similar a la asociada con, daño tisular real o potencial.”
Esta definición cambió la historia de la medicina del dolor. Porque implica que no se necesita una lesión para que el dolor sea real, válido o incapacitante. El dolor es una experiencia subjetiva, biológicamente tangible, pero modulada por la emoción, la memoria y el entorno.
Y esa es justamente la buena noticia: si el dolor es una memoria que puede reescribirse, existen caminos para hacerlo.
El proceso comienza comprendiendo su lenguaje —como hemos hecho en esta primera parte—, pero continúa con algo aún más transformador: enseñarle al cuerpo y al cerebro a recordar seguridad, calma y reparación. No se trata de negar la sensación, sino de enseñarle al sistema nervioso que el entorno volvió a ser seguro.
Este nuevo modelo también reconoce el papel fundamental de la neuroplasticidad: las redes cerebrales cambian con la experiencia. Así como un trauma o una exposición prolongada al dolor pueden reforzar los circuitos del miedo y la amenaza, ciertas intervenciones terapéuticas pueden activar procesos de reaprendizaje y reorganización neuronal. Estrategias como el movimiento consciente y gradual, la educación en neurociencia del dolor, la exposición progresiva al movimiento, la terapia somática, la hipnosis clínica, la realidad virtual terapéutica y las intervenciones psicológicas basadas en aceptación, exposición y atención plena han demostrado ayudar al cerebro a actualizar su mapa corporal, reducir la hipervigilancia y disminuir la percepción del dolor persistente (Hotta et al., 2022; Çalışkan & Gökkaya, 2025).
En la segunda parte de este artículo exploraremos cómo despertar esos mecanismos naturales de equilibrio y regeneración: cómo la educación en neurociencia, el movimiento gradual, la respiración, la terapia somática, la optimización del sueño, la nutrición funcional y las terapias regenerativas pueden ayudar al sistema nervioso a reentrenarse y al cuerpo a sanar desde dentro.
Referencias
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