Comprendiendo el Dolor Crónico (parte 1): una nueva narrativa desde la neurociencia
Por Dra. Juliana Mendoza
¿Por qué necesitamos hablar sobre Dolor Crónico?
Las cifras hablan por sí solas: grandes estudios internacionales muestran que uno de cada tres a cinco adultos vive con algún tipo de dolor persistente, y hasta un 14% padece formas moderadas o severas. Lejos de ser un simple síntoma, el dolor crónico se ha convertido en una epidemia compleja, profunda y urgente, que está transformando silenciosamente nuestra manera de entender el bienestar, la productividad y la vida cotidiana. (Vos et al., 2020; Zhu, M et al, 2024; Mills et al., 2019).
En América Latina, las cifras no son menores. Un estudio poblacional realizado en Lima (Perú) encontró que el 41% de los adultos reportaba dolor crónico no oncológico, con predominio del dolor lumbar, musculoesquelético y de origen neuropático (García et al., 2023). De forma concordante, estudios en Chile y Colombia muestran prevalencias que oscilan entre 32% y 42% de la población adulta (Bilbeny et al., 2013; Díaz et al., 2009). En conjunto, las revisiones regionales estiman que entre una cuarta y una tercera parte de los latinoamericanos vive con dolor persistente, y menos del 30% recibe un manejo realmente integral, que aborde tanto las causas biológicas como los factores emocionales y funcionales asociados.
Y es que el problema comienza antes de lo que creemos. Un metaanálisis reciente, que incluyó a más de 97.000 jóvenes entre 15 y 34 años de 22 países, encontró que uno de cada nueve jóvenes adultos presenta dolor crónico persistente, sin diferencias significativas entre sexos o regiones geográficas (Murray et al., 2022). En población pediátrica, una revisión publicada en Pain mostró que entre el 11% y el 38% de los niños y adolescentes experimentan algún tipo de dolor crónico o recurrente, con mayor prevalencia en niñas y en etapas de transición hacia la adolescencia (Chambers et al., 2024).
Más allá de las estadísticas, el impacto del dolor crónico no se limita al cuerpo. Atraviesa la vida emocional, las relaciones, el trabajo y, muchas veces, la identidad. Detrás de cada número hay una historia.
Y detrás de cada historia, un sistema nervioso que aprendió a protegerse… o que se desbordó intentando hacerlo.
Si sufres de dolor crónico, o tienes un familiar que lo padece, definitivamente vale la pena que leas este articulo.
Redefiniendo el dolor crónico: de la señal al significado. Una nueva mirada desde la neurociencia.
El cerebro, el cuerpo y la nueva ciencia del dolor
Durante siglos, la medicina —y también la cultura— interpretaron el dolor bajo una lógica simple, casi mecánica:
“Si hay daño, hay dolor.
Si no hay daño, no debería doler.”
Aquella ecuación parecía razonable, pero hoy sabemos que era incompleta. Desde esa visión lineal, la medicina se concentró en buscar y tratar el daño visible —una fractura, una inflamación, una lesión estructural— como la única causa posible del dolor. Sin embargo, miles de personas seguían sufriendo incluso cuando sus tejidos ya habían sanado o sus imágenes diagnósticas se veían normales.
Ese aparente misterio llevó a la ciencia a mirar más allá del cuerpo, y a descubrir algo mucho más profundo: el dolor no siempre refleja daño físico, sino la manera en que el sistema nervioso aprendió a protegerse.
El primer principio: el dolor es una interpretación cerebral
La neurociencia moderna ha demostrado que el dolor no es una señal pasiva que viaja desde el cuerpo, sino una experiencia multisensorial y emocional construida activamente por redes neuronales que interpretan la información sensorial y le otorgan significado, moldeada por la interacción entre sensaciones, memoria, emoción y contexto (Apkarian et al., 2011; Tracey & Mantyh, 2007).
Durante mucho tiempo creímos que el dolor “entraba” del cuerpo al cerebro, como si existiera un cable que transmitiera la sensación desde la piel o el músculo hasta la mente. Hoy sabemos que ocurre lo contrario: el cerebro genera el dolor como una señal protectora (output) cuando interpreta que algo —físico, químico o emocional— podría representar una amenaza.
Incluso los nervios periféricos no transmiten “dolor”, sino información sensorial. Sus terminaciones —los nociceptores— detectan cambios en el entorno corporal (presión, temperatura, inflamación o daño potencial) y envían esas señales al sistema nervioso central.
Pero esa señal, por sí sola, no es dolor.
El dolor aparece cuando el cerebro interpreta que esa información representa una posible amenaza.
El modelo mecanicista del dolor —propuesto por René Descartes en Les passions de l’âme (1644)— se convirtió en el paradigma dominante durante más de tres siglos porque ofrecía, por primera vez, una explicación simple, lineal y visualmente intuitiva del fenómeno doloroso. Descartes planteó que el dolor funcionaba como un mecanismo físico: un estímulo nocivo en el cuerpo activaba un “hilo nervioso” que transmitía una señal directa hasta el cerebro, donde se producía la experiencia consciente. Esta idea encajó perfectamente con el espíritu científico de la época, centrado en comprender el cuerpo como una máquina compuesta de partes que funcionaban de manera predecible y reparable.
Este marco conceptual resultó extraordinariamente influyente porque permitía medir, localizar y tratar el dolor desde un enfoque anatómico: si el dolor “venía” de un tejido dañado, entonces la solución consistía en arreglar el tejido, bloquear la señal o eliminar la fuente periférica del problema. A lo largo de los siglos XVII al XX, esta visión impulsó avances anatómicos, quirúrgicos y farmacológicos, y se integró profundamente en la educación médica, en la investigación y en la práctica clínica.
Aunque la evidencia moderna demuestra que el dolor es una construcción neurocognitiva compleja —modulada por factores emocionales, contextuales, culturales y de aprendizaje—, el modelo mecanicista sigue presente en nuestra cultura médica y social. Hoy continúa influyendo en la expectativa de que el dolor debe tener una causa estructural visible, que su tratamiento debe ser puramente físico, y que reducir la sensación requiere necesariamente intervenir el tejido.
La matriz del dolor: cuando el cerebro protege
El dolor no se genera en un solo punto, sino en una red cerebral interconectada —la ínsula, el cíngulo anterior, la amígdala y la corteza prefrontal— que integra sensación, emoción, memoria y contexto (Lu et al., 2016; Apkarian et al., 2011). Esta red, conocida como la matriz del dolor, evalúa continuamente la relevancia emocional de cada estímulo y decide si es necesario activar una respuesta de protección (Tracey & Mantyh, 2007).
El cerebro, más que un receptor pasivo, es un órgano predictivo: evalúa el entorno, anticipa riesgos y determina qué nivel de protección activar. En última instancia, su pregunta fundamental es siempre la misma:
“¿Estoy a salvo o en riesgo?
Para responderla, integra miles de variables en cada instante: estado emocional, nivel de estrés, recuerdos previos de dolor, creencias (“esto me va a volver a pasar”), expectativas y contexto.
Si la suma de esas señales sugiere peligro, el cerebro enciende la alarma del dolor, aun cuando el tejido esté sano.
Cuando la alarma se queda encendida
En el dolor crónico, esta red se hiperconecta y desregula: las áreas asociadas a la amenaza se sobreactivan, mientras que las que modulan y frenan la respuesta se debilitan (Apkarian et al., 2011; Lu et al., 2016). El resultado es un sistema nervioso hipersensible, que interpreta como peligro incluso señales neutras o cotidianas como un apretón o el esfuerzo físico. Así, el dolor crónico en algunos casos puede entenderse como el reflejo de un sistema que aprendió a permanecer en modo alerta, aun cuando la amenaza ya no está presente o no es grave.
Sin embargo, en otros casos, el dolor persiste porque las causas (psiquicas, biológicas o mecánicas) no han sido resueltas: inflamación persistente, sarcopenia funcional, alteraciones metabólicas, infecciones subclínicas, disfunciones biomecánicas o factores emocionales no abordados.
Entender esto cambia por completo la narrativa: si no se encuentra daño, el objetivo no es buscarlo a toda costa, sino comprender el sistema.
Por eso, aunque resulte disruptivo para los conceptos actuales, el dolor no debe considerarse una enfermedad en sí misma, sino un síntoma, porque de lo contrario se corre el riesgo de perder el foco central: encontrar sus causas y descifrar su mensaje.
El segundo principio: el dolor no siempre localiza daño
El dolor no siempre señala daño: muchas veces expresa vulnerabilidad.
Y nada de eso se ve en una resonancia.
El dolor tampoco es un buen localizador. A veces se manifiesta en una zona aunque su origen esté en otra. Podemos sentir dolor en la espalda, pero la causa real encontrarse en una inflamación intestinal o en una alteración de la microbiota, esa comunidad microscópica que dialoga con el cerebro a través del eje intestino-cerebro.
Cuando la microbiota se desequilibra —por estrés, alimentación inadecuada o infecciones— puede enviar señales inflamatorias que sensibilizan los nervios y amplifican la percepción del dolor, aun sin que exista daño visible.
Otras veces, el cuerpo emite señales de alerta simplemente porque ha perdido fuerza o reserva funcional. En la sarcopenia, por ejemplo, el músculo deja de cumplir su papel como órgano metabólico y antiinflamatorio. El sistema nervioso percibe debilidad, riesgo o inestabilidad, y amplifica la sensación de dolor como una forma de frenar el movimiento.
No hay fractura. No hay lesión.
Pero sí un cuerpo que ha perdido masa, tono y sensación de seguridad.
Es el cerebro diciendo: “no te muevas, podrías lesionarte”.
Cuando un médico dice: “todo está normal, tus exámenes están perfectos”, el paciente suele sentirse confundido o incluso culpable. Pero el dolor no está “en su cabeza”: está en su sistema nervioso, en su red de interpretación, en la forma en que el cerebro evalúa amenaza, emoción, inflamación y memoria corporal.
Comprender esto cambia profundamente la narrativa. El objetivo ya no es buscar el daño, sino entender el sistema.
El dolor no debe verse como una enfermedad, sino como un síntoma, una señal de regulación pendiente.
Porque aunque el dolor no siempre advierte de un daño, siempre está pidiendo un cambio: equilibrio, descanso o reparación.
El contexto en el que ocurre la señal
El cerebro evalúa cada sensación según el contexto en el que sucede y el significado que le damos.
No es lo mismo sentir la aguja de un tatuaje en un ambiente elegido, con música, atención, confianza y foco en el resultado deseado, que recibir el mismo estímulo en un contexto médico o en una situación de amenaza o estrés.
En el primer caso, el cerebro confía en que la experiencia es segura y modula hacia abajo la percepción del dolor (libera endorfinas y neurotransmisores que amortiguan la señal); en el segundo, en cambio puede percibir peligro, sentir miedo, y de esta manera lo amplifica.
Lo mismo ocurre en situaciones cotidianas. Un niño que se raspa la rodilla mientras juega puede dejar de llorar si ve que su madre se mantiene tranquila y le dice “no pasa nada, sigamos jugando”. Pero si la madre se asusta, grita y corre hacia él, el cerebro del niño amplifica el dolor.
El principio es idéntico: el cerebro ajusta la intensidad del dolor según el nivel de seguridad o amenaza que percibe. Un cuerpo en calma tiende a regular el dolor; un cuerpo en miedo o estrés lo amplifica.
El contexto no cambia la herida, cambia la lectura del cerebro sobre ella.
Dimensión emocional del dolor y la neuroplasticidad
Entre el cuerpo y la emoción, la ínsula traduce la vulnerabilidad en conciencia.
Entre el cuerpo y la emoción, la ínsula traduce la vulnerabilidad en conciencia.
Todo dolor tiene una experiencia emocional asociada. No solo sentimos dónde duele, sino cómo duele: si lo vivimos como amenaza, pérdida o advertencia. Esa dimensión afectiva depende, en gran parte, de la ínsula, una estructura cerebral profunda que integra las señales corporales con los estados emocionales y cognitivos, y que participa también en la interocepción, la empatía, la autoconciencia y la regulación autonómica.
Desde una perspectiva evolutiva, este circuito cumple una función esencial: proteger la vida. En los mamíferos, la ínsula y sus conexiones con el sistema límbico permiten detectar estados corporales amenazantes —una lesión, una infección, un desequilibrio interno— y generar respuestas emocionales y conductuales de defensa. Esa alianza entre sensación, emoción y acción ha permitido que el cuerpo reaccione al peligro antes de comprenderlo (Lu et al., 2016).
Pero cuando el dolor se vuelve persistente, este mecanismo adaptativo puede desregularse. La ínsula posterior, encargada de los aspectos sensoriales (intensidad y localización), y la ínsula anterior, que da forma a la experiencia emocional del dolor, pierden su equilibrio funcional. En el dolor crónico, la conectividad entre la ínsula, la corteza prefrontal y el cíngulo anterior se altera, reduciendo la capacidad de regulación emocional y atencional. El resultado es un sistema que permanece en modo de amenaza, incluso cuando la lesión ya no existe (Bushnell, Čeko & Low, 2013; Lu et al., 2016).
Estos cambios son producto de la neuroplasticidad: con la repetición del dolor, las conexiones entre las regiones sensoriales y emocionales —ínsula, amígdala, corteza prefrontal— se fortalecen. El cerebro aprende y anticipa el dolor como si fuera una experiencia esperada. Lo que en su origen era un mecanismo de aprendizaje y protección se transforma en un circuito que amplifica la vulnerabilidad.
Sin embargo, esa misma plasticidad también permite revertir el proceso. Estrategias como la educación en neurociencia del dolor, la atención plena y la revalorización cognitiva pueden reentrenar los circuitos corticales —especialmente en la corteza prefrontal dorsolateral y orbitofrontal—, restaurando la regulación emocional y reduciendo la intensidad subjetiva del dolor (Çalışkan & Gökkaya, 2025; Zeidan et al., 2019).
Así, el dolor puede entenderse como una experiencia neuroemocional y evolutiva, moldeada por el aprendizaje y la capacidad del cerebro para adaptarse. Un mecanismo diseñado para protegernos puede, cuando se desregula, perpetuar el sufrimiento. Pero también puede aprender a apagarse.
El dolor no tiene un centro: es una red que se enciende y se moldea con cada experiencia, donde emoción, memoria , atención y conciencia corporal, se entrelazan para darle forma
Memoria de dolor: cuando el cuerpo recuerda sin necesidad de lesión
El cuerpo sana más rápido que el mapa que el cerebro dibuja de él.
El cuerpo no olvida, al menos no a voluntad. Cada experiencia de dolor deja una huella no solo en la mente, sino también en los circuitos neuronales que representan el cuerpo en el cerebro. A eso lo llamamos memoria corporal: la persistencia de patrones sensoriales y emocionales que permanecen activos incluso después de que el tejido ha sanado. Esta memoria corporal explica por qué algunos dolores persisten aun cuando los exámenes ya no muestran lesión, y por qué el movimiento o ciertas emociones pueden reactivar una sensación que parece “vieja”.
No es imaginación: es una representación cerebral desactualizada del cuerpo, un mapa que se quedó atascado en la señal de peligro. Un ejemplo extremo —y profundamente revelador— es el fenómeno del miembro fantasma.
Después de una amputación, muchas personas siguen sintiendo el miembro ausente: pueden experimentar picazón, presión o incluso dolor en una parte del cuerpo que ya no existe físicamente. Esto ocurre porque las redes corticales que representaban ese miembro permanecen activas. El cerebro mantiene vivo el mapa del cuerpo, aunque el cuerpo haya cambiado (Flor et al., 1995).
En otras palabras, el cerebro no necesita una herida presente para sentir dolor; basta con que conserve la huella de que algo dolió. Ese mismo principio explica por qué, incluso después de una lesión curada, puede persistir el dolor crónico: la memoria neuronal del dolor quedó activa, como un eco biológico de una amenaza que ya no existe.
Para darte un ejemplo, en algunos casos de dolor lumbar crónico o dolor residual posterior a cirugía, después de que la lesión ya ha sanado, el cerebro puede guardar la representación del área que estuvo afectada como si esta siguiera siendo vulnerable. La ínsula y el cíngulo anterior permanecen hiperactivos, anticipando daño (Makin et al., Brain, 2013). Asimismo, las áreas del cerebro que representaban esa zona pueden quedar desorganizadas, enviando señales ambiguas que el cerebro interpreta como amenaza. El movimiento, antes neutral, ahora se asocia con peligro; cada intento de flexión o esfuerzo reactiva ese patrón aprendido. Estudios de neuroimagen muestran que los pacientes con dolor lumbar persistente presentan mayor conectividad entre la ínsula, el tálamo y la amígdala, en comparación con personas sin dolor (Baliki et al., Journal of Neuroscience, 2008). En otros palabras, el cuerpo está bien, pero su mapa cerebral está desactualizado.
Estudios de De Ridder y Moseley muestran que la estimulación táctil y visual consciente —mirar, tocar y masajear la zona con plena atención— puede disminuir el dolor al reeducar la representación cortical (Moseley & Flor, Pain, 2012). En otras palabras, no siempre se trata de intervenir el tejido, sino de recordarle al cerebro que el cuerpo ya sanó.
Este enfoque se integra de forma natural en un modelo más amplio que reconoce el papel central de la neuroplasticidad, la capacidad del sistema nervioso para cambiar con la experiencia. Así como el trauma o la exposición prolongada al dolor pueden fortalecer los circuitos del miedo y la amenaza, diversas intervenciones pueden activar procesos de reaprendizaje y reorganización neuronal. Herramientas como el movimiento consciente y gradual, la educación en neurociencia del dolor, la exposición progresiva, la terapia somática, la hipnosis clínica, la realidad virtual terapéutica y las intervenciones psicológicas basadas en aceptación y atención plena han demostrado ayudar al cerebro a actualizar su mapa corporal, reducir la hipervigilancia y atenuar la percepción del dolor persistente (Hotta et al., 2022; Çalışkan & Gökkaya, 2025).
El dolor es pues, en esencia, una expresión de la biología del cuidado: un lenguaje del cuerpo que busca mantenerte a salvo. Pero, como todo lenguaje, puede volverse disfuncional si se repite sin motivo o si permanece encendido cuando el entorno ya es seguro. Cuando lo tratamos solo como un enemigo a silenciar, perdemos la oportunidad de escuchar lo que intenta comunicar.
La experiencia aprendida y culturalmente modelada
El dolor no solo se siente; también se entrena socialmente.
Aunque el dolor tiene una base biológica universal —la nocicepción y la activación de redes neuronales como la ínsula, la amígdala y el cíngulo anterior—, varia según normas aprendidas de expresión emocional, creencias sobre la enfermedad y expectativas sociales. Y cada cerebro interpreta las señales de manera distinta, porque cada uno lleva su propia historia.
Desde la infancia, nuestro sistema nervioso aprende —por observación, repetición y refuerzo— cuándo, cuánto y cómo expresar el dolor. La investigación en desarrollo infantil lo confirma:
Niños cuyos cuidadores validan y ayudan a regular sus experiencias dolorosas desarrollan una mejor capacidad para modular el dolor (Valrie et al., 2008).
Aquellos criados en entornos de sobreatención o dramatización tienden a desarrollar hipervigilancia y catastrofismo (Liossi & Hatira, 2003).
Los que crecieron con negación o minimización del dolor tienen más riesgo de represión emocional y somatización (Craig, 2009).
El sistema nervioso no solo recuerda el estímulo, sino la historia afectiva asociada al dolor: el tono de voz, la presencia o la ausencia de cuidado, el miedo o la calma. Estas huellas tempranas no se olvidan: el cuerpo las conserva como una especie de “memoria emocional” que influye en cómo sentimos, nos protegemos y buscamos ayuda. (Bushnell et al., 2013; Zubieta et al., 2005; Edwards et al., 2011; Bruehl et al., 2012).
Con el tiempo, estas memorias individuales se entrelazan con las normas culturales que definen cómo se debe sentir o mostrar el dolor.
En culturas individualistas (como en Norteamérica o Europa occidental), mostrar dolor suele considerarse signo de debilidad, por lo que las personas tienden a suprimir o minimizar sus respuestas (Lasch, 2000). En cambio, en culturas colectivistas (como las latinoamericanas y mediterráneas), expresar el dolor es más aceptado y se percibe como una búsqueda legítima de apoyo y conexión emocional (Zhu et al., 2020).
Estas diferencias culturales se internalizan en la corteza prefrontal y orbitofrontal —zonas encargadas de regular la emoción y la respuesta descendente del dolor—, lo que explica por qué dos personas con el mismo estímulo físico pueden experimentarlo y expresarlo de manera radicalmente distinta (Wiech et al., 2008).
Por otro lado, el dolor, además de experiencia corporal, es un acto de comunicación. Desde la perspectiva evolutiva, mostrar dolor tenía valor adaptativo, pues aumentaba la probabilidad de recibir cuidado y protección del grupo (Williams, 2002).
En la sociedad moderna, sin embargo, ese lenguaje puede ser malinterpretado o incluso penalizado, generando lo que se conoce como los “costos sociales del dolor”. Las personas aprenden a ajustar su expresión según las expectativas del entorno: si solo reciben atención al exagerar, su cerebro refuerza la sobreexpresión; si no reciben atención en absoluto, refuerzan el silencio y la hipervigilancia interna (Krahé et al., 2013).
En ambos casos, el mensaje aprendido es el mismo: “¿Cómo debo expresarme para estar a salvo?”
En síntesis…
El dolor crónico no representa un fallo del sistema, sino la persistencia de una respuesta protectora que puede mantenerse por dos vías: por un lado, la actividad sostenida de una causa biológica —como la inflamación o la disfunción—, y por otro, la reorganización del sistema nervioso central, que puede perpetuar la señal incluso después de que la amenaza inicial ha desaparecido. Cada cultura y cada historia personal moldean la manera en que interpretamos, comunicamos y buscamos alivio al dolor. El cerebro aprende esas reglas desde la infancia y luego las ejecuta de forma automática, sin que seamos conscientes. Por eso, comprender el dolor requiere integrar biología, contexto, lenguaje, historia y cultura.
La definición revisada de la IASP (Raja et al., 2020) resume con precisión esta complejidad:
“El dolor es una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con, o similar a la asociada con, daño tisular real o potencial.”
Esta definición cambió la historia de la medicina del dolor. Porque implica que no se necesita una lesión para que el dolor sea real, válido o incapacitante. El dolor es una experiencia subjetiva, biológicamente tangible, pero modulada por la emoción, la memoria y el entorno.
Y esa es justamente la buena noticia: si el dolor es una memoria que puede reescribirse, existen caminos para hacerlo.
El proceso comienza comprendiendo su lenguaje —como hemos hecho en esta primera parte—, pero continúa con algo aún más transformador: enseñarle al cuerpo y al cerebro a recordar la seguridad, la calma y los procesos de reparación. No se trata de negar la sensación, sino de enseñarle al sistema nervioso que el entorno volvió a ser seguro.
En la segunda parte de este artículo exploraremos cómo despertar esos mecanismos naturales de equilibrio y regeneración: cómo la educación en neurociencia, el movimiento gradual, la respiración, la terapia somática, la optimización del sueño, la nutrición funcional y las terapias regenerativas pueden ayudar al sistema nervioso a reentrenarse y al cuerpo a sanar desde dentro.
El verdadero reto —clínico y humano— es discernir cuándo el dolor es un mensaje útil y cuándo se ha convertido en una alarma desfasada. En ambos casos, el propósito no es apagarlo a la fuerza, sino restablecer la confianza entre el cuerpo y el cerebro, para que el sistema sepa cuándo puede volver a descansar.
Y es desde esta nueva mirada —más humana, más precisa y más integradora— que podemos comenzar a comprenderlo… y a transformarlo.
LECTURAS COMPLEMENTARIAS
1. Epidemiología y carga global del dolor crónico
Zhu, M., Zhang, J., Liang, D., Qiu, J., Fu, Y., Zeng, Z., Han, J., Zheng, J., & Lin, L. (2024).
Global and regional trends and projections of chronic pain from 1990 to 2035: Analyses based on Global Burden of Diseases Study 2019.
British Journal of Pain.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/39726775/
Vos, T., Lim, S. S., Abbafati, C., et al. (2020).
Global burden of 369 diseases and injuries in 204 countries and territories (1990–2019).
The Lancet, 396(10258), 1204–1222.
Acceso: https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(20)30925-9/fulltext
Mills, S. E. E., Nicolson, K. P., & Smith, B. H. (2019).
Chronic pain: A review of its epidemiology and associated factors in population-based studies.
British Journal of Anaesthesia, 123(2), e273–e283.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/31079836/
Murray, C. B., de la Vega, R., Murphy, L. K., Kashikar-Zuck, S., & Palermo, T. M. (2022).
The prevalence of chronic pain in young adults: A systematic review and meta-analysis.
Pain, 163(9), e972–e984.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/34817439/
Leyva, E. O., Bockos, I. F., Vela Barba, C. L., Aldazabal, D. A., et al. (2023).
Pain prevalence and chronicity in Lima, Peru.
Pain Management, 13(1), 45–59.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/36264070/
Bilbeny, N., et al. (2013).
Epidemiología del dolor crónico no oncológico en Chile.
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Acceso: https://www.revistaeldolor.cl/numero-59/revision-sistematica-epidemiologia-de-dolor-cronico-no-oncologico-en-chile
Díaz, M., et al. (2009).
Estudio epidemiológico del dolor crónico en Caldas, Colombia.
Acta Médica Colombiana, 34(3), 96–102.
Acceso: https://actamedicacolombiana.com/ojs/index.php/actamed/article/view/1605
2. Neurociencia del dolor, neuroplasticidad y reorganización cerebral
De Ridder, D., Adhia, D., & Vanneste, S. (2021).
The anatomy of pain and suffering in the brain and its clinical implications.
Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 130, 125–146.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/34411559/
Apkarian, A. V., Hashmi, J. A., & Baliki, M. N. (2011).
Pain and the brain: Specificity and plasticity of the brain in clinical chronic pain.
Nature Reviews Neuroscience, 12(3), 153–165.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/21146929/
Bushnell, M. C., Čeko, M., & Low, L. A. (2013).
Cognitive and emotional control of pain and its disruption in chronic pain.
Nature Reviews Neuroscience, 14(7), 502–511.
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Lu, C., Yang, T., Zhao, H., Zhang, M., et al. (2016).
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Journal of Neuroscience, 25(34), 7754–7762.
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Canadian Psychology, 50(1), 22–32.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/26086113/Lasch, K. E. (2000).
Culture, pain, and culturally sensitive pain care.
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Williams, A. C. (2002).
Facial expression of pain: An evolutionary account.
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Reviewing psychological practices to enhance psychological resilience in chronic pain.
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Acceso: https://pmc.ncbi.nlm.nih.gov/articles/PMC11929684/
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Clinical hypnosis in the alleviation of procedure-related pain in pediatric oncology patients.
International Journal of Clinical and Experimental Hypnosis, 51(1), 4–28.
Acceso: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/12825916/